¿Miente Kapuscinski?
por Alfredo Sepúlveda
Me gusta Ryszard Kapuscinski. ¿A quién no? Bibliografía obligatoria en cuanta clase de reportaje existe, referencia para hablar de “calidad”, “profundidad” y “compromiso” en el periodismo, el polaco, fallecido hace unos días en Varsovia a los 74 años, fue testigo de 27 “golpes y revoluciones”, sobrevivió a la malaria y otras enfermedades, despachó sin un peso en los bolsillos sus historias desde olvidados lugares de África, Asia y Latinoamérica y su obra ayudó al renacimiento del género Reportage (en el mundo anglo se emplea así, en francés) en los años ochenta: una suerte de redescubrimiento de los poderes de la no-ficción. Si Truman Capote había inventado esta mezcla de elementos literarios y realidad, y la aplicó a la pequeña historia que gracias a esta técnica daba cuenta de grandes sociedades, Kapuscinski hizo el camino inverso: a través de la gran historia llegó a los pequeños hombres que componen las sociedades.
Kapuscinski no solo escribió y recibió en su casa los aplausos del mundo. Fue también un activo promotor de la idea misma del Reportage y en sus últimos años recorrió el mundo incentivando a otros periodistas a hacer lo que él hacía. Fue cercano a Gabriel García Márquez y, por ende, a la Fundación para el Nuevo Periodismo. Gabo lo presentaba como “maestro”. El polaco manejaba la idea del “doble taller”: uno podía tener un empleo para poder comprar los porotos, que no necesariamente lo llenara ni le gustara; pero en los ratos libres podía dedicarse a seguir su proyecto. Esta segunda parte de la actividad profesional no estaba regida por la exigencia del tiempo y era lo que suele dar sentido a la vida.
Es difícil no comulgar con las ideas de Kapuscinski con respecto al periodismo. El habitual aporreo de la profesión, Kapuscinski lo matizaba con una ventana de esperanza, expresada en el título de uno de sus libros-emblema: “Los cínicos no sirven para este oficio”. No se refiere a los cínicos en tanto mentirosos, sino en la acepción más anglo de la palabra: los descreídos. O sea, al revés de la formación tradicional que reciben los periodistas –mira de lejos, no te comprometas y se objetivo-, Kapuscinski creía que lo que había que hacer era empatizar con lo que uno reportea.
Como todo es tan -qué palabra usar- “puro” alrededor de Kapuscinski, es muy incorrecto pelarlo, sobre todo después de muerto. Pero el hombre tenía detractores, y la principal crítica que le hacían era que lo suyo no era periodismo. Por eso, tras su muerte, Slate publicó un impopular artículo titulado “Las mentiras de Ryszard Kapuscinski o, si usted prefiere, el Realismo Mágico del recién fallecido maestro”. La referencia al Realismo Mágico es una vuelta de tuerca cínica –es decir, que no sirve para este oficio- al obituario del New York Times, que señalaba que la escritura del polaco a menudo estaba teñida de Realismo Mágico: una manera diplomática, según Jack Shafer, de Slate, de decir que Kapuscinski mentía en sus libros.
Shafer se basa en un artículo de John Ryle, ex editor de antropología del Times Literary Suplement que documenta una serie de imprecisiones en las obras del polaco. No son pocas, ni “menores”, como se dice. “Generalmente”, dice Ryle, “no hay testigos externos de los eventos que Kapuscinski reporta. Como lo afirma de una manera algo inmodesta en La guerra del fútbol: ‘Iba por un camino del cual decían que ningún hombre blanco había regresado’”.
En El Emperador, por ejemplo, un libro sobre la Etiopía del emperador Haile Selassie, Kapuscinski pone a la corte refiriéndose al soberano con títulos honoríficos que no existen en el idioma local; o dice que el monarca no leía, en circunstancias que tenía una biblioteca gigante. En Ébano, su capítulo sobre Etiopía no hace ninguna referencia al libro anterior ni aprovecha la oportunidad de precisar datos que a esa altura ya no era necesario mantener en el anonimato por razones de seguridad de las fuentes. En este mismo libro Kapuscinski asegura que en las culturas Dinka y Nuer de Sudán es pecado matar ganado, y que viven solo de la leche; cosas que no son ciertas. También presenta a Sudán como una antigua colonia británica cuando, en realidad, era parte de una administración conjunta entre el Reino Unido y Egipto.
Hay otras referencias al estilo superlativo que Kapuscinski usa en sus descripciones, pero lo que más le molesta a Ryle, sobre todo en Ébano, es la generalización que hace de un continente entero en circunstancias que hay bibliotecas enteras y bien documentadas a donde el polaco pudo recurrir para despejar sus dudas. “Aquí, en los dominios del mito, en un reino que la alfabetización no ha tocado, donde los sujetos jamás responden, un reportero se ve libre de las ataduras de las fechas y los datos, del tedio de comprobar y comprobar de nuevo, de la tiranía de los documentos y registros. Aquí los hechos dejan de ser sagrados; estamos en un bosque de fantasmas libres para opinar y generalizar sobre África y Los africanos –e inventar-, sin crítica de estudiosos, o indígenas o autodenominados guardianes de lo factual. Para Ryszard Kapuscinski, parece, este es el corazón del continente. Aquí, en lugar de hechos, hay mutabilidad; en vez de reportage, relativismo. Desde este lugar, en lo profundo de una África imaginaria, el escritor puede regresar con el cuento que desee”.
Nadie que conozca la obra de Kapuscinski podría disputar a Ryle el hecho de que al polaco no le gustaban los hechos ni los datos. Es una condición del estilo Kapuscinski cierto desdén por lo factual. “No es que la historia no se exprese” en las noticias normales que salen en la prensa, cita el obituario del NYT a Kapuscinski. “Es lo que rodea a la historia. El clima, la atmósfera de la calle, el sentimiento de la gente, los rumores del pueblo, el olor, los miles y miles de elementos que son parte de los sucesos sobre los cuales lees 600 palabras en el diario”.
Esta pelea sobre la línea entre la ficción y la realidad tiene un largo recorrido, pero últimamente ha llamado más la atención, sobre todo después de los enredos del New York Times (éste y éste), y el caso de James Frey, el tipo que escribió un best-seller sobre sus años como drogadicto para después ver cómo se sabía que había inventado parte de los acontecimientos. Durante el lanzamiento del libro de Frey en Chile presencié una interesante discusión sobre ficción, realidad y la mezcla entre ambas: creo que los asistentes, en su mayoría amigos míos, más bien exculpaban a Frey, y no se complicaban con que algo que se presentaba como “hechos reales realísimos” no lo fuera. Yo tuve mis dudas y las sigo teniendo: me molesta que se presente como real lo que no es por más que, al final del día, el resultado total de ese texto sea una realidad mucho más compleja y “verdadera” que lo que otorga la objetividad. Pero por otro lado, mi propia experiencia batiéndome con la biografía de O’Higgins que estoy escribiendo me hace sostener que ninguna buena biografía es el currículum de su retratado y que al final del día lo que yo pienso de O’Higgins debe ser en mi libro más importante que lo que piensa, por ejemplo, Jaime Eyzaguirre en el suyo.
No sé. En la defensa de Kapuscinski que publicó Slate (en realidad volvieron a subir una columna del año 2003), Meghan O’Rourke dice lo siguiente: “Después de todo, al contrario de lo que se ve en los diarios, el periodismo literario busca construir o conjurar (conjure up, no me sé ese idiom) una realidad más ancha: transportarnos a un mundo. Estas no son noticias del tipo quién, qué, cuando, cómo, por qué, sino noticias como aquellas que V.S. Naipaul dijo que solo una novela puede entregar; noticias que resuenan con la potencia de su presentación. Segregar el hecho de la ficción hace cojear innecesariamente a los periodistas literarios”.
Aparte de recordarnos que los grandes periodistas que uno admira (Talese, Mailer, Mitchell) han hecho aquello de lo que se acusa a Kapuscinski, O’Rourke intenta responder por qué molesta que Kapuscinski no haya sido todo lo prolijo que se requiere en, por ejemplo, El Emperador. “Es posible”, dice, “que nuestra fijación por darle a los hechos la categoría de bien supremo y por mantener el periodismo y la ficción en las antípodas, haya creado una división rígida y problemática de los géneros: una que podría impulsar a los escritores a mentir (...) Quizás el problema es en parte que nuestra cultura no tiene una etiqueta para este tipo de trabajos y que, ya que somos criaturas sistemáticas, necesitamos etiquetas. Incluso tal vez requiramos de un nuevo género de revistas, a medio camino entre el hecho y la ficción”.
Es, sostiene O’Rourke, cosa de los periodistas aplicar juicio y criterio en cada caso. No porque haya idiotas mentirosos compulsivos, gente como Mailer, Capote, Mitchell o Kapuscinski debería quedar fuera.